jueves, 1 de enero de 2009

La princesa y la rana 1ª parte

No podría saber cuando sucedió esta historia, ni siquiera donde, pero se la escuché contar a mi abuela y por la expresión de sus ojos, aquella historia parecía haber sido transmitida de generación en generación y ahora me tocaba a mi escucharla.

El pueblo era pequeño, muy bonito, de casas del color de la piedra rojiza que abundaba por la zona, y de todas ellas salían humaredas de las chimeneas de sus cocinas. Enclavado en la falda de un peñasco coronado por un castillo de muros negros, un sendero era el único camino hacia la fortaleza y apenas era transitado por algún mercader que suministraba víveres a sus pobladores. Muchas noches se escuchaban las cabalgaduras de caballeros enfundados en brillantes armaduras que salían y entraban sin lanzar la más mínima mirada ni al pueblo ni a los habitantes que por allí caminaban.
Un gran Señor habitaba el castillo aunque apenas nadie conocía su rostro. Cuando salía montado en su caballo, siempre llevaba la armadura y el casco puesto, y solo era reconocible por el estandarte que le seguía como si fuese su sombra. Ganase o perdiese guerras, aquel gran Señor no perdía el porte ni la figura montado en aquel hermoso caballo. Mil leyendas se ceñían sobre aquel castillo y sus habitantes, aunque la más peculiar era la que narraba la historia de su hija. El Gran Señor tenía una hija hermosa pero soberbia, altiva pero fría como el hielo y aunque su aspecto era muy dulce y cálido, sus ojos no tenían brillo ni vida alguna. Parecía formar parte de cada estancia, de cada paisaje, de cada pared o tapiz pero la vida estaba totalmente ausente de aquella doncella.
Se decía que era hija única ya que la madre murió de unas fiebres cuando ella era muy joven, y desde luego así tenia que ser porque solo los cuadros con la imagen de ella, daban algo de color a las negras piedras que formaban las paredes de aquel castillo.
La vida transcurría apacible para los habitantes de aquel pueblo, siempre protegidos por los Caballeros del castillo y con abundancia de ganado y comida suficientes como para no tener que preocuparse de demasiados problemas.
Un día al amanecer, algo parecía suceder en aquel castillo. Desde muy temprano, numerosos mercaderes se agolpaban en la puerta para poder acceder dentro del recinto y la curiosidad de los habitantes del pueblo, les llevó a preguntar a esos mercaderes el motivo de tan numerosa presencia y la cantidad y calidad de las viandas que traían a la fortaleza. Era el 21 cumpleaños de la hija del Gran Señor!. Una gran fiesta se preparaba y no podía faltar de nada en aquel importante día.
La doncella aún no había decidido tomar esposo y el Gran Señor tenía la esperanza que su hija le diera la alegría aprovechando el día de su 21 cumpleaños.

Le gustaba dar largos paseos por los alrededores del castillo siendo la naturaleza su único entretenimiento. Apenas hablaba con nadie y pocos atrevían a entablar conversación con la doncella debido a su agrio carácter.

Podía pasear por donde quisiese pero se le prohibía adentrarse en el bosque porque se sabía que allí vivían unos forajidos que habían robado a numerosos comerciantes. Ella siempre hacía caso omiso de tal prohibición y a veces el Gran Señor sorprendía a su hija saliendo del bosque y con su mirada le preguntaba qué era más importante para ella, pasear por aquel bosque o desobedecer sus instrucciones y poner en riesgo su seguridad.

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